VOCES DEL SUR
Tiempo de otros tiempos, otros horizontes y los
mismos sueños. Cargamos en las alforjas el resplandor del mundo. Brillan en los
ojos las estrellas que miraron otros cielos, que alumbraron otras noches. Ese
es el sabor de la poética de José Emilio Pacheco (Ciudad de México, 30 de junio
de 1939), galardonado con el Premio Cervantes de Literatura 2010, que se otorga
en el marco del Día Internacional del Libro y del Idioma.
En sus versos habitan todas
las voces de México, todas las voces de la América Nuestra, y estallan en él
los ecos. Pacheco, fabulador del tiempo, escribe desde el amor y la fe hacia el
poder de la palabra. En su obra de décadas convergen todas las formas de la
poesía, desde el epigrama y el haikú hasta el extenso poema que lleva el acento
de todas las humanas pasiones, la violencia, la tragedia, la fugacidad, el
amor, el roce, la maravilla de decir y decirnos la vida.
Testigo del siglo XX,
centuria conmovida de guerras y de hambres, el poeta carga con el dolor del
mundo, con las abiertas heridas de la violencia y se adueña de la palabra que
comparte, para contar y contarnos las derrotas. Camina entre los muertos
sabiéndose uno más de ellos, una voz entre las voces, un grito que se levanta y
emerge de las cenizas.
“La única antorcha recibida
/ iluminó el entierro de sus muertos. / Desplazamientos / que por mil noches
terminaron en humo. / Crujir de huesos, / rumor de casas incendiadas. / ¿A
quién le debo / haber estado a salvo / mirando todo / desde otra orilla? / Gran
aventura / es la guerra como espectáculo, / a menos / de que uno lleve como
pecado original esta culpa”.
(Jardín de niños, poema 6)
Ese antiguo México, sabio y
adolorido, maltratado por los fuegos invasores, por la imposición de otros
dioses, vive bajo las cruces, vibra en volcanes, baila en los pasos, suda en la
siembra, habita el presente y dice desde antes y desde siempre, el abrazo del
mundo.
“Vendrá de lo alto el gran
cortejo de lava. / El aire inerte se cubrirá de ceniza. / El mar de fuego
lavará la ignominia, / se hará llama la tierra y lumbre el polvo. / Entre la
roca brotará una planta. / Cuando florezca volverá la vida / a lo que
convertimos en desierto de muerte”.
(Malpaís, fragmento)
Habitada de sus gentes y sus
muertos la tierra recrea los llantos, se alimenta de las risas niñas y del
fragor de las buenas humedades. Amante madre y amante esposa llora el
desconsuelo y se alegra de los imprescindibles tiempos que serán. El poeta es
poeta en la dimensión que otorga la palabra, y la suya cubre el papel de
reverdecidos anhelos, de fuegos capaces de incendiar las entrañas y extender a
lo alto, a lo hondo, una esperanza.
“Mira a los pobres de este
mundo. Admira / su infinita paciencia. / Con qué maestría han rodeado todo. /
Con cuánta fuerza miden el despejo. / Con qué certeza / saben que estás
perdido: / tarde o temprano / ellos en masa heredarán la tierra”.
No hay tiempo sin memoria y
viceversa. José Emilio Pacheco, fabulador del tiempo y de la humana divinidad que
nos habita, abre rendijas, se asoma y nos asombra, con sus versos, con su
palabra que sabe de volcanes y de truenos. Huele a tierra llovida, sabe a maíz
la siembra, y la poesía tan poco inocente, se abre entre la tierra y sus
gentes.
“Todo lo que has perdido, me
dijeron, es tuyo. / Y ninguna memoria recordaba que es cierto./ Todo lo que
destruyes, afirmaron, te hiere. / Traza una cicatriz que no lava el olvido. /
Todo lo que has amado, sentenciaron, ha muerto. / No quedó ni la sombra, se
acabó para siempre. / Todo lo que creíste, repitieron, es falso. / Se hundieron
las palabras con que empezó tu tiempo. / Todo lo que has perdido, concluyeron,
es tuyo. / Y una luz fugitiva anegará el silencio”.
(Luz y silencio)