“Lo único que quiero que
sepan es que estoy luchando por
tierra…”
(La dignidad de Sabino, en
Audiencia del 8 de febrero de 2011)
Fue en el año 2011, Sabino estaba en la sala de audiencias, incólume, detenido arbitrariamente junto a Alexander Fernández y Olegario Romero, cuando un juez del derecho positivo intentaba descifrar lo que su defensa trasmitía, al señalar la necesidad de que los tres líderes indígenas fueran juzgados por el derecho indígena.
En el 2008 había muerto su
padre, asesinado a palazos en manos de espectros hoy dados a la fuga. La
justicia bolivariana habría prometido en aquel entonces dar con los
responsables. Pero los retorceos del panfleto revolucionario no dan para tanto.
En cuarta o en quinta
república, el peso del derecho penal blanco hace de las suyas. Ya no sería la
cruz, el evangelio, la espada, el cargo político, sino la aplicación de la ley.
El principio de la dura lex
sed lex haría entonces de las suyas. Pero de pronto los imputados serían
liberados por la presión popular.
Una vez en libertad, la Sierra
de Perijá se convertiría en un territorio de violencia. La justicia indígena
trataría de restituir los lazos culturales rotos declarando inocente a Sabino
en un juicio que duró dieciocho horas.
Pero la muerte enseguida se
vistió de sicario, ganadero o guardia nacional. Sería el turno de Alexander
Fernández y de los otros hijos de Anita Fernández.
Sabino tenía una sentencia de
muerte por haber entronizado para sí y para siempre el significado que el
constituyente le quiso otorgar al artículo 119 de la Constitución de la
República Bolivariana de Venezuela (CRBV).
El Estado debe demarcar para
garantizar las formas de vida de los pueblos indígenas del país. Este derecho
tan sencillo de interpretar era asumido por Sabino de manera profunda, y en
cada espacio donde articulaba su palabra aguerrida, así lo transmitía.
Pero los diputados de los
aplausos siguen sin entender. Los diputados indígenas, silenciados y
entrampados por la diatriba de turno, la del imperio y la CIA, nada podían
hacer.
Si el Estado reconoció derechos
los usurpa al criminalizar la demanda indígena. Si el Estado reconoce derechos
estos se difuminan frente a tanta impunidad.
El Estado concedió derechos
indígenas pero ya tiene sus muertos. ¿Cuántos más para demarcar? ¿Cuántos más
para declarar los autos de apertura de los expedientes de demarcación? ¿Cuántos
más para reconocer y validar la autodemarcación?
Las
muertes de Sabino y Alexander evidencian el cambio de un argumento: del delito
resultado de la demarcación a la demarcación como delito.
La demarcación, a pesar de ser
un derecho fundamental de los pueblos indígenas del país, se encuentra bajo sospecha.
La razón legal de su aplicación está amenazada por la sinrazón de la violencia
implícita. Por ello, la demarcación se convirtió en delito. Por eso también ha
sido criminalizada.
Denunciados y acosados, Sabino
y Alexander ya no serán sentenciados por una justicia que no es la de ellos,
pues están muertos.
La demarcación inhabilitada ha
muerto como derecho y tampoco hará falta que sea imputada.
Enmudecidos como lo estamos,
por la desaparición del Cacique y por la distancia de la tierra, la muerte siempre
fue un fantasma que recorrió a Sabino.
Con Sabino se va un guardián de
la Tierra. Pero nos quedamos con el recuerdo y el ejemplo de al menos contar
con un mártir de la autodemarcación indígena en Venezuela…
Vladimir Aguilar Castro
aguilarv@ula.ve
Madrid, 4
de marzo
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